sábado, octubre 11, 2014

El viaje inesperado

Atravesamos de la mano el puente a la vuelta del trabajo. Nos detenemos en el punto más alto y, como tantos días, jugamos a sacar medio cuerpo al vacío. Hoy, mientras caigo, pienso en el contraste de su rabioso gemido al empujarme, frente a aquel tan dulce y quebrado que le salió de dentro hace dos noches mientras se la metía hasta el fondo una y otra vez. Es curioso, siempre creí que llegado este momento vería pasar mi vida por delante mío y, sin embargo, no puedo parar de investigar los gemidos de mi asesina.

miércoles, septiembre 24, 2014

Acme ("co-relato" Abel Ballesteros/David Ballesteros). 2010

Acme era un pez muy longevo, lo compró Mariano José de Larra en 1837, una fría mañana de enero en que la desidia existencial y el mal de amores le hicieron dudar entre descerrajarse un tiro en la cabeza o comprarse una mascota, decantándose por lo segundo. Un buen amigo le ofreció el último grito francés en cuanto a mascotas, una pecera de cristal con su pez dentro. Sólo se veían en los palacios más a la moda. Una semana atrás Acme nadaba a sus anchas en el río y de buenas a primeras se veía confinado (masculino por ser pez y no peza) en un pequeño acuario redondo sobre una estantería en la alcoba del escritor, desde la que presenció el funesto final de su amo; ni un mes estuvo con él.

Después fue concatenando dueños, casi todos ilustres y adinerados atraídos por la leyenda maldita del héroe romántico. Acme era una carpa roja, de un rojo que no perdía el lustre con el paso de las décadas. De tantos años vividos, Acme adquirió una sabiduría y una memoria impropias de su especie, a lo que contribuía muy positivamente su insaciable inquietud por aprender. En los días que narramos, con más de ciento setenta años cumplidos, podía respirar fuera del agua durante varias horas y mantener una interesantísima conversación en cuatro idiomas y de cualquier tema que surgiese. Sus dueños de entonces eran unos nuevos ricos que solo le querían para amenizar las fiestas y atraer intelectuales a sus saraos.

Acme se revelaba y cuando le hacían el corrillo como a un monito de feria para escucharle hablar, renegaba de sus dueños y les llamaba bastardos explotadores e insultaba a la concurrencia.
–Sois unos hijos de la gran puta que no tenéis otra cosa que dinero, ¡maldita horda de anormales!, ¡me cago en vuestra putísima madre, cabrones de mierda! Como no tengo otra opción, en vez de callarme me desahogo poniéndoos a caldo, nunca tanto como os merecéis, pedazo de analfabetos, idos a tomar por culo, vosotros y las zorras que os acompañan…

Pero la gente se lo tomaba a carcajadas y el repertorio de descalificaciones de Acme era inagotable. Hasta que vino la gran crisis y los nuevos ricos despertaron de su sueño dorado y tuvieron que venderlo todo, hasta el pez.

Ese pez, ese singular pez, ese maldito pez.
Maruchi estaba en la cocina acabando su desayuno mientras miraba a través de los cristales de la galería como el comprador de su Aston Martin se lo llevaba. Por un segundo deseó su muerte.
–Juan Jesús, ese puto pez es peligroso. Sabe muchas cosas, ha visto demasiado.
–Lo sé –Juan Jesús tenía la mirada perdida–. Con el dinero que nos darían por él podríamos vivir veinte vidas con todo el lujo...
– ¡En la cárcel, Juan Jesús! ¡Joder! ¡Ten ahora los cojones que nunca has tenido!

Él recordó, sin saber por qué, esos días en la biblioteca cuando ambos se preparaban para acceder a la universidad y ella le sonreía desde lejos sin pedirle nada a cambio.
Ya habían hablado antes sobre esta situación si llegaba. Acme había formado parte de todo ese periodo de su vida donde llegaron a hacer cosas de las que no se arrepentían pero que desde luego les llevarían a prisión si se supieran. Tenían que ejecutar ese plan que acordaron hace tiempo. Y Acme lo sabía.

El plan consistía en amputar el cerebro a Acme para que no se acordase de nada y no pudiese hablar y vendérselo a los servicios de inteligencia de Frikistán. El cuerpo de Acme, sobreviviese o no a la intervención, sería para unos laboratorios de cosmética que les habían ofrecido 1000 millones de euros por el pez porque estaban convencidos de que tras alguna mutación genética, Acme escondía la fórmula de la eterna juventud.

Esperaron a que anocheciera, Maruchi sería la encargada de sacar a Acme de la pecera, meterle un tapón en la boca y sujetarlo bien; y Juan Jesús actuaría de cirujano, pertrechado de un instrumental tan rudimentario como un cúter grande para la incisión, unas buenas pinzas para la extracción, aguja de coser e hilo de nailon. Se aproximaron sigilosamente al salón, andando de puntillas para no hacer ningún ruido que pudiese despertar a Acme, que tenía un sueño muy ligero. La puerta del salón estaba abierta y el acuario de Acme, según sus manías de divo para descansar mejor, se hallaba rodeado por una suerte de cortina de terciopelo granate oscuro, como si estuviese echado el telón de un escenario circular, como siempre, todo normal. El uno y la otra se colocaron a ambos lados del acuario, y tenían estipulado que él levantaba la tela y ella agarraba al pez. A la señal Juan Jesús subió el telón, Maruchi metió ambas manos en el acuario y al sacar lo que había dentro, su marido encendió la luz. Maruchi dio un grito mudo porque no le salía la voz y Juan Jesús cayó desvanecido por el dolor cuando vio a Maruchi sosteniendo la cabeza de Jonatan, su único hijo…

El Aston Martin levantaba y arremolinaba las hojas a su paso, como desatado.
–Bueno, ya está –dijo Acme desde la pecera en el asiento al lado del conductor–. Eres libre y encima están jodidos, como querías.
–Muchas gracias Acme, eres un gran amigo. Lo que has hecho por mí es extraordinario, no lo olvidaré jamás. Esos cabrones pagarán lo que hicieron.
–Claro. Pero ahora písale mamón, que estoy deseando llegar a la casa de tus verdaderos  viejos. Espero que te reconozcan –dijo Acme con tono socarrón.
Jonatan sonrió maliciosamente mirando el horizonte frente a sí. Aceleró aún más.
–Cuando nos asentemos en nuestra nueva vida Acme, tienes que enseñarme a modelar la cera tan perfectamente. Hasta yo mismo me asusté cuando vi mi cabeza en la pecera –dijo Jonatan.
Ambos rieron a carcajadas.
Jonatan puso la radio y “Freedom”, de George Michael, comenzó a hacer temblar los altavoces.

lunes, marzo 03, 2014

La razón final

El Big Bang. Una galaxia. Un mundo. Una península. Un valle. Una ciudad. Una casa, su casa. Su cama. Ella. Sus labios.

viernes, enero 03, 2014

Annie

En Spes, el planeta de moda entre ingenieros, en la granja Hormigones Smith, se produce una visita escolar. Sor Inés, la profe de mates, con su tercera cabeza reventada, justo la que contenía el disco duro principal, muere tras ser pisoteada por una hormiga gigante desbocada. La pequeña Annie, medio a escondidas, respira aliviada por la expectativa de volver a casa pronto, aunque mañana volverá a encontrar a Sor Inés en clase con la misma sonrisa falsa. Papá le había hablado mucho sobre técnicas avanzadas de fabricación y reparación robótica y, aun así, le era imposible concebir cómo lo hacían.