Dormitaba sobre mi lado del tesoro. Un ruido
me despertó. Miré hacia la boca de la cueva y vi asomar una pierna
ensangrentada, con trozos de armadura colgando de la bota. El respeto ya había
dejado de ser la ley que gobernaba nuestro hogar. Tras limpiarse cuidadosamente
las escamas frente al sol de la tarde ella entró con energía y se puso a
devorar al desgraciado muchacho sobre sus monedas favoritas, esas que sacó como
botín cuando arrasó la catedral de Ur Salemh.
-Sabes que es la hora de mi siesta –protesté.
-Calla, cascarrabias –. Soltó una pequeña
llamarada por su nariz.
Sabía que aquello me cabreaba.
- ¿Otro más? –le pregunté.
-Sí. Estos osados caballeros no saben lo letal
que es el amor que recorre sus venas. Este juego me aburre ya. Cómete a tu
princesita cuanto antes o lo haré yo.