Gotas de temor y expectación rezumaban de
sus poros. El grosor de las venas de su frente delataba su tensión. El fallo no
era una opción para él. Por un momento pensó que la perdía. Cruel espejismo. La
recuperó. “Te tengo preciosa mía”, pensó.
La sacó de la sartén, y tras dos
suaves y prolongados soplidos, se la llevó a la boca. Cerró los ojos. La
saboreó lentamente. El pecho se le encogió. Pudo volver a ver cómo, con diez
años, le llevó a su padre aquel ejemplar pisoteado de esa seta naranja que
tanto buscaba cada fin de semana, y cómo al verla, solo pudo quedarse quieto,
sin palabras, con los ojos brillantes.
Una lágrima se dejó llevar por la
gravedad, caótica en su camino.
-Por ti papá-, dijo mirando hacia arriba.